Camino lento, agachada para que mi vecino no me vea, igual que cuando vivía con mis abuelos y tenía que esconderme para pasar por la parte prohibida de la membrana y espiarle el jardín y el perro al vecino, un dóberman que, decían, de tener la cola cortada se había vuelto malvado. Si despertaba al abuelo de la siesta, ligaría un reto.

Me había hecho una amiga, además. A fuerza de subir a la hora en que ella salía a jugar y dejarle ver mis juguetes -mi joyita era un micrófono con ecos heredado de mis hermanas que, descubrimos, las dos teníamos igual--, hasta que pude conocer su casa cuando mi mamá le llevó la revista de Avón a su madre. Fuimos amigas hasta que me mudé. De casa, de barrio, un poco de vida. Hoy sigo buscando cielos. Atardeceres para mirar, escribir, entre techos ajenos y el tanque de agua.